Cuentan la historia de un humilde aguador que llevaba el agua de un manantial a la casa de su amo en dos grandes cántaros colgados en los extremos de un palo. Uno de los cántaros estaba roto y por el camino perdía la mitad de su contenido, el otro, perfecto como el día que salió de la alfarería, siempre llegaba lleno. Día tras día el cántaro roto se lamentaba de no poder llevar todo el agua, así durante dos años. Hasta que un día, ya no pudo aguantar más y, mientras el aguador llenaba los cántaros en el manantial, le dijo:
“Estoy avergonzado, y quiero disculparme”.
“¿De qué estas avergonzado?”, le preguntó el aguador.
“Llevo dos años trabajando contigo y debido a la grieta que tengo en mi costado nunca he podido llegar con todo el agua”
El aguador se sintió triste por el viejo cántaro roto, y le dijo:
“De vuelta a casa, quiero que te fijes en el camino y descubras las bellas flores que lo bordean”
De camino a casa, el cántaro se fijó y, efectivamente, descubrió un manto de hermosas flores silvestres en el camino. Pero nada le servía de consuelo, cuando al llegar a casa seguía medio vacío. Y volvió a pedir perdón por su error.
El aguador le dijo al cántaro:
“No has comprendido. Solamente hay flores en tu lado del camino, no en el contrario por donde pasa el cántaro lleno. Yo siempre supe que perdías agua, lógicamente, y pude arreglarte, pero preferí sacar provecho de ello. Cuando te rompiste planté semillas en el camino y día a día, tú las has ido regando. Durante todos estos años he disfrutado del paisaje y ha sido gracias a ti. Además he ido recogiendo las flores cada día y ahora decoran mi casa. Sin ti, todo eso no habría sido posible, mi trabajo sería más árido y mi casa más mustia.”
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