Tratame bien




     POR DIONISIA FONTÁN / PARA CLARÍN BUENA VIDA

   Ningún decreto obliga a abolir los gestos desagradables.
       Ni a sonreír. Es una decisión personal que, puesta en marcha,
       produce contagio y ejerce un enorme efecto multiplicador.


Testimonio de una compatriota que, por cuestiones laborales, estuvo ausente del país durante seis meses:
 
“Extrañé a mi familia, a mis amigos y también extrañé mi casa, no voy a negarlo. Sin embargo, de regreso, lo primero que percibí fue esa mala onda que nos caracteriza y que había olvidado. Gente desagradable, que no saluda, no sonríe, que te lleva por delante y ni siquiera se disculpa. No recuerdo haber escuchado palabras como ‘por favor’ ni ‘gracias’, como si las hubieran borrado del vocabulario cotidiano. Tomar distancia y conocer otras costumbres -más amigables, más humildes-, me permitió darme cuenta de que es posible convivir sin prepotencia, actitud que a mí, nacida y criada en la ciudad de Buenos Aires, porteña de pura cepa, siempre me provocó rechazo, vergüenza ajena y una enorme resistencia”.
 
Algunas personas equivocadas, claro, suponen que cultivar el buen modo es propio del mundo de la diplomacia y de las relaciones públicas. Más bien, una imposición social, entre hipócrita y falluta, antes que una práctica humana indispensable para vincularnos. Existe tanta deformación con el concepto "buen modo" que, a menudo, se lo confunde con falta de carácter, con blandura.
 
Así, un jefe déspota es un tipo de carácter y otro, capaz de contemporizar, recibe el mote de débil. El déspota, en realidad, tiene “mal carácter”. Es inseguro, miedoso, acomplejado. Y, justamente, para enmascarar estas flaquezas se disfraza de tirano.
 
Los gestos faciales, se sabe, expresan más que las palabras. A fuerza de fruncir el entrecejo, de crispar la boca, de apretar los dientes y de tensionar el mentón, nuestros rasgos se endurecen, pierden humanidad, se van pareciendo a los de Pablo, Pedro, Vilma y Betty, inolvidables personajes de la serie Los Picapiedra.
 
Significados que aporta el diccionario:
 
Duro: violento, cruel, insensible, terco.
 
Firme: constante, íntegro, entero, con valor.
 
Las personas duras (de mentes rígidas) son incapaces de revisar sus ideas, de encontrar otros puntos de vista. Se aferran a la terquedad y desestiman la más mínima reflexión. “Soy así”, suelen jactarse, y no se les ocurre pensar que los humanos somos seres en construcción. Por lo tanto, vamos siendo, nos transformamos.
 
En cambio, las personas que logran desenvolverse con firmeza tienen claro que para demostrar su autoridad, no necesitan apelar al mal trato. Es gente flexible, que se adapta a los cambios sin renegar de sus valores éticos. Ponen en práctica un dúo que se potencia, francamente irresistible: firmeza y amabilidad. Una ventaja a la hora de manifestar descontento, de reclamar mayor esfuerzo o de poder decir que no, sin enojarse, sin ofender ni castigar.
 
Aunque todo el mundo tiene problemas, a nadie le asiste el derecho de maltratar a quien tiene al lado, cerca o enfrente.
 
Es cuestión de reeducarse porque ningún decreto obliga a sonreír, a abolir los gestos desagradables, a pedir permiso o disculparse. Estos cambios sólo se producen por decisión personal y cuando suceden, obran un enorme efecto multiplicador.
 
La buena onda se llama energía positiva y no hace falta importarla del Himalaya. Acá también se conocen sus bondades, aunque está medio arrumbada y necesita recuperar sus perdidos atributos. 
 
Adherir a que el buen trato beneficia la comunicación y a que su efecto óptimo no tiene límite, resulta un signo más que auspicioso. Un síntoma de salud.
 
La autora es periodista y entrenadora en comunicación; www.dionisiafontan.com